30 agosto, 2010

Corto y cierro

Algún fragmento tiene que ser el último, algún punto tiene que ser el último del cuento, al que solo le suceden tres letras grandes y en negrita. Algún final tiene que servir para que un cierto orden aparente aplaque tanto caos, para que nos parezca que tenemos cierto control sobre esta gran broma. Y sabemos que las mejores historias tienen un final, y que el desenlace no es feliz, y que en el fondo siempre lo hemos sospechado. Cuando al principio de los principios la chica sonriente se acerca al protagonista y le dice: -Hola desconocido -, todos sospechamos ya en ese punto que la cosa no puede acabar bien, y lo resolvemos cargándonos de un plumazo los desenlaces, y pretendemos un cuento con muchos cuentos dentro, una historia sin principio ni final, pero eso por ahora no ha podido ser.

Nos olvidamos que las grandes historias tienen desenlace fatal.

De ellas.

No sabemos casi nada del destino de Cristina, de Lucía y de las demás. Tiempo después corrió un rumor que decía que Cristina iba en el mismo velero que nuestros protagonistas y corrió la misma suerte que el piloto, pero nadie nunca ha podido corroborar esta información.

De ellos.

Nuestros protagonistas pusieron rumbo al este en aquel velero que en otro tiempo quisimos pintar de eternidad.

El problema es que no había pasado ni un día de navegación y Otto entendió que era el final del cuento y no pudo soportarlo. Puso en práctica aquello que prometió para cuando se acabara la gasolina y de un golpe de timón, aprovechando el viento racheado, hizo volcar el velero.  Nacho le gritó desde proa pero no llegó a tiempo de evitar el desenlace fatal.
Otto no quiso nadar, y consiguió para él la más dulce de las muertes que puede tener un piloto con alma de marinero. Nacho nadó y siguió nadando. Fue rescatado por un pescador sombrío. Un ferri casi vacío  le dejó en el puerto, y sin querer mirar demasiado los detalles a su alrededor se hizo con una moto pequeña y condujo por última vez sobre aquella deliciosa carretera hasta llegar al faro. Comprobó que el agujero estaba tapiado y construyó sobre el gorro de piloto de su amigo un montoncito de piedras (a modo de mausoleo), que se confundía con el paisaje de pequeños montículos.

Se dio la vuelta y se fue para no volver. Cambió de nombre, de rostro y de guitarra. Hay quien dice que sigue vivo en algún lugar, seguramente al sur. La última escena de la que tenemos noticia fue estando todavía en la isla. Un trabajador del puerto asegura que antes de subir al barco se giró y mirando a la isla dijo una frase, esta vez sin puntos suspensivos.

Voy a tardar siglos en olvidar tu boca.

FIN

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