18 junio, 2010

Pessoas entre o povo

Al pasar esta mañana delante de la taberna me he encontrado a un Jorge fuera de si, blasfemando y profiriendo toda clase de maldiciones. Entre confusos ruidos onomatopéyicos he entendido lo siguiente:

- Serás cabrón! Eso no se hace, morirte así, de pronto. Como si andáramos sobrados de referentes. Joder! El mundo ya está suficientemente lleno de mugre, como para permitirnos el lujo de prescindir de las plumas buenas. Te has ido sin explicarnos como se hace! Como se mantiene la cabeza alta y la coherencia en estos tiempos de joroba, de utopías borrosas.

Me he sentado delante suyo, en silencio (En momentos así, no hay palabra que calme a Jorge, lo mejor es esperar). Él se ha callado y se ha quedado absorto, mirando el cielo, hoy de un azul absurdo.

Al cabo de un rato, y sin responder a ningún estímulo determinado, Jorge ha vuelto a hablar. Esta vez de modo mucho más pausado y reflexivo.

- Siempre me han fascinado de modo especial los escritores que son pueblo. Esa rara especie de literatos que vienen de la nada, que son autodidactas entre académicos. Que han tenido que arrancarle su sabiduría a las bibliotecas públicas robándole tiempo al sueño. Que leían a Pessoa en los ratos libres de un trabajo mal pagado pero necesario para sobrevivir. Porque sienten la miseria como algo propio y ya nunca podrán desclasarse.

Poetas que primero fueron cabreros. Novelistas que antes fueron labradores, que desayunaron opresión, y a la hora de la cena, aquel lejano abril, levantaban el clavel en el puño por encima de los demás, porque nadie puede entender tan bien la alienación como quien la ha vivido en su propio sudor.

De pronto Jorge empieza a hablarme mirándome a los ojos, pero tengo claro que todavía no se ha dado cuenta que estoy delante suyo. No es a mi a quien habla.

- Compañero, se que eras tan ateo como yo. Pero ahora solo puedo imaginarte en la mesa de un café lisboeta, sonriente. Discutiendo relajadamente pero con esa tensión de los que buscan a cada momento la contradicción primera. Rodeado de los buenos, ya sabes, de los poetas del pueblo...

Jorge levanta la taza de café negro (y sin azúcar), y brinda conmigo al aire…

Hasta siempre compañero.

04 junio, 2010

De hogueras...






Gritarle al mar desde un espigón no solo es un acto de belleza. También resulta como desinfectante. Es como una hoguera de San Juan. Que el fuego consuma la ansiedad y la arena sucia de impaciencia y que queden las cenizas y el aire fresco lleno de sal.

Gritarle al mar desde un espigón es un acto de amor.

Y ahora hay paz.