27 abril, 2011

Ella (II)


Ha escapado cien mil veces, ha comprado billetes de manera impulsiva y ha hecho planes lejos de esta ciudad. Ha conocido a gente maravillosa a lo largo y ancho de este mundo, siempre valiente lejos de casa, cuando parecía que el mundo no era lo suficientemente grande como para acobardarla. Ha recorrido las calles de Londres llena de fuerza, y en el Malecón de la Habana se sentía con suficiente energía como para darle la vuelta a la isla a nado. Pero por mucho que haya tirado de Low Cost nunca ha conseguido huir del todo. Siempre la ha perseguido esa otra que es ella misma pero que no lo parece. Como única amante fiel, como un corte en el pliegue de piel más molesto de todos.

Nada le jode más que tener llegar a la hora señalada a un plan que ella misma ha propuesto días antes. Aquello que en un momento le pareció una gran idea de pronto le da tanta pereza como levantarse a las siete para ir a trabajar. Sí, la obra tiene que ser muy buena, quien rechaza entradas para un Brecht dirigido por él. Y con esa grande como protagonista, de hecho el elenco entero es de quitarse el sombrero. Ella lo propuso, ella compró las entradas y le hizo gracia acabar la noche en ese bar tan rojo bebiendo gintónics hasta que la vida parezca sencilla y dócil. Pero ahora no quiere, solo quiere enchufarse al peor programa que den en la caja y no pensar en nada. Ha aparecido la otra, que ahora es ella y se pelea con la primera, juegan a los chinos hasta que una se rinde, pero claro, alguna quedara triste y cabreada, y el sofá parece menos cómodo de golpe.

París era tan bella, y se dejaba mirar por los libreros del quartier Latin, y soñaba que era la chica de la Vespa, que trabajaba programando exposiciones en el Pompidou o de camarera en Montmartre. Soñaba sin miedo por las calles de Napoli o de tiendas en Capri. Soñaba mirando las nubes de algodón desde un asiento estrecho de Vueling. Pero al encajar las llaves en la puerta de su casa sentía un miedo denso y profundo en el estómago, una especie de moco nauseabundo le ascendía hasta la cabeza y le asaltaba el vértigo de los trapecistas sordos.

Dando vueltas en el sofá, en un lio de mantas, nostalgias y reallity shows. ¿Donde se habrá escondido el maldito mando? ¿Y porque veo el polvo de la estantería desde aquí? Dándole vueltas en la cabeza a las nubes de algodón, a la fuerza del Malecón, a los bares rojos, a Brecht, a los libros sin dueño y al vértigo de los trapecistas sordos.

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