Oleo de mujer sureña
Granada estaba triste, como recodando el crimen. Cuanto aroma para tan poco olfato, cuanto color para tan poco cuadro. La ciudad tenía algo escondido que hizo que el pintor la mirase con recelo. Que tristeza de lienzo mojado, de pincel asustado, de lluvia repentina. El pintor, buscador o caminero cambió de cuadro, tuvo que plasmar la misma Granada mora, la de las calles africanas, la de la luna sonriente, la ciudad de las risas y las bolsas de te. La misma Granada sin tacto, sin labios.
Entonces el caminero se sentó y se asomó de lejos a su propia nostalgia, para darse cuenta que no era dolor. Entendió que el pintaba y viajaba en busca de almas locas a las que besar, con las que beber largos sorbos de te moruno y pintar lienzos abstractos con el cuerpo. Almas locas con las que resbalar por todos los poros de cuerpos desnudos para salvar soledades. Entendió también que él era el único loco del cuadro y necesitó despojarse de los besos que nunca dio, uno a uno por la ventanilla del tren mientras se alejaba, para acabar el viaje más ligero de lo que empezó. Supo entonces que ya nunca regresaría a aquella ciudad, no a la misma, no regresaría más a tu Granada, la de los besos prohibidos, la de las miradas esquivadizas. La ciudad de las miradas sin verbo y de las caricias sin tacto.
Todo lo que el pintor pudo ofrecerle fue que el día que la duda la sorprendiera abrazada al sofá y se sintiera de pronto libre, se encontrarían en otra Granada y en este nuevo lienzo le enseñaría a volar. -Busca al loco del cuadro- le dijo, y se fue para no volver.