Nuit brouillée, nuit claire
Arañazos en la espalda y la mente algo nublada, una mesa bien poblada por mentes afiladas. Bebíamos y charlábamos, íbamos desgranando la noche. Evidentemente la risa potente de Jorge sobresalía de vez en cuando entre el humo y yo me sentía feliz de compartir palabras y gestos con gente como aquella. Que nadie malinterprete, no son delirios de grandeza, más bien todo lo contrario. El saber y la complejidad no necesitan ser publicitados, simplemente se dan, en lugares como aquella mesa, como una geometría casual y perfecta. La conversación iba de lo banal a lo más esencial, a ratos parecía que tocábamos el sentido último de la vida con la punta de los dedos y a los cinco minutos nos parecía que precisamente era perdiéndonos en los detalles como resolveríamos el misterio.
No hay porque esconderlo, varias substancias yacían sobre la mesa, cada cual elegía la suya, incluso este tema engendró una acalorada discusión entre el fotógrafo y el escritor. Alguien dijo que no era necesario esconder el hecho creativo tras alteraciones del estado perceptivo, incluso aseguró que eso solo denotaba cobardía en un artista, un pretexto para no mostrarse entero y verdadero frente al soporte, sea cual fuere. Rápidamente el pintor y el poeta saltaron encendidos a defender el caminó hacía la belleza por si mismo, aunque este necesite de catalizadores químicos. Y hablamos de Poe, de las amapolas y del vino barato de Bukowski. Apareció Syd Barrett y con él la idea de que el trance creativo domine al creador. Hablamos de la soledad del visionario y del dolor intenso que podía llegar tras alcanzar la cumbre creativa.
A todos nos encantaba aquel bar afrancesado del barrio viejo y decidimos que esta reunión fuera la primera. De algún modo nos sentíamos reflejados los unos en los otros y nos enternecía este modo de tener razón todo el rato y no tenerla a la vez.
Tal vez el pico de la noche llegó cuando la actriz llenó de elogios al poeta y le preguntó como era capaz de tal verborrea, casi improvisada, tantas palabras y tan bien elegidas. Al escuchar la pregunta el escritor interrumpió. – No tiene mérito alguno, lo único que hace es dejar la mente en blanco y echar todo lo que llega, tal cual. Vaciar palabras, eso es la poesía, la literatura, todos podemos hacerlo. Y quien no puede hacerlo es por miedo o peor, porque esta vacio por dentro o lleno de aire.
¡Vacío! En un primer momento la reflexión me pareció dura y bastante pedante por su parte, pero tengo que reconocer que al rato me asusté al sentir que en parte estaba de acuerdo con él.
Y seguimos escuchando música francesa…